POR ARANTZAZU AMEZAGA IRIBARREN, BIBLIOTECARIA Y ESCRITORA
EL conde de Lerín, tras algunas negociaciones, rebajó sus ínfulas, accediendo a la coronación de Catalina de Foix y Juan de Albret, en Pamplona, la vieja Iruña, la del alma vascona, capital del reino de Navarra, según lo establecido en la Tregua de Orthez de 1493. Diez años llevaba retrasado el acto de coronación, aprobado por las Cortes de Navarra a la muerte del hermano de Catalina, Francisco en 1483.
La caravana detenida en Egüés, desde la Navidad, avanzó lentamente por las trochas de barro, cumpliendo las exigencias del ariscado Lerín, que advirtiendo mucho agramontés en la guardia real, les obligó a la escolta de los embajadores de Castilla y Francia… un anuncio de lo que habría de ser el fin del reino, reducido por esas fuerzas estatales emergentes y enemigas.
Catalina y Juan entraron en la ciudad aclamados por una población entusiasmada por los festejos de la retardada coronación, pese a la crudeza de la guerra civil y del mes de enero, según leemos en las crónicas. El día de la coronación, los reyes vestidos con sus mejores galas se acercaron a la catedral, en un desfile espléndido en cuanto a la exhibición de armas, cabalgaduras, trajes, música y banderolas. Era domingo, día del Señor, un 13 de enero.
Debió haber en la noche jura de armas, pero tal cosa no restó energía a Juan y Catalina, embarazada, y en medio de nubes de incienso, entraron en la catedral de Pamplona, rindieron reverencia al sepulcro de su antepasado Carlos el Noble, y se enfrentaron a la pequeña escultura sedente de Santa María La Real, en el altar mayor, donde les esperaba el obispo de la ciudad y prior de Roncesvalles, Juan Eguia. Éste les preguntó, según fórmula protocolaria, si querían ser reyes. Contestaron tres veces que sí, y entonces el obispo comenzó el largo recuento de obligaciones que ello comportaba, entre las que estaba la de acrecentar el reino y no enajenarlo, obedecer los Fueros, usos y costumbres, vivir en el reino, entre los naturales de éstos, y criar a su heredero en el conocimiento de la lengua del pueblo.
Quedó claro que la reina propietaria era Catalina, que si se incumplía el juramento, Navarra tenía potestad de apartarlos de su gobierno. Juan de Jassu, alcalde primero de la Corte Mayor, por ausencia del canciller, recibe el juramento de las Cortes de guardar fidelidad a los reyes, seguido de los obispos de Baiona y Dax, no presentes los de Calahorra, Tarazona y Montearagón. Tampoco compareció el conde Lerín, Luis de Beuamont, jefe del brazo militar de las Cortes. En plena rabieta, no asistió a la coronación, patentando una vez más, su insubordinación.
A lo largo de la ceremonia, Catalina y Juan se cambiaron varias veces de atuendo, todos lujosos, y se coronaron a sí mismos. Portaban cada uno una corona, una esfera y un cetro de oro. La espada la cargó Juan. El último acto de la coronación, tradicional de la monarquía navarra, fue la alzada de los reyes sobre el pavés que ostentaba el escudo de Navarra, sostenido por 12 ricoshombres de las 123 villas del reino, y al grito de Real, Real, Real.
Cumplidos los protocolos, entre los que se incluía una ofrenda de tapices a la iglesia y un interminable Te Deum, los reyes cambiaron nuevamente sus ropajes, y montando Juan un soberbio caballo blanco y Catalina reposando en una litera, recorrieron entre entusiasmos populares las calles de Iruña, a la que su antepasado Carlos el Noble, apaciguó la refriega de sus burgos. Ésta fue la última vez que en Iruña se realizó un acto de coronación.
Unía Catalina en su persona el reino de Navarra, los ducados o condesados de Bearn, Foix, parte de Cominges, Marson, Tours, Gabardon, Andorra y Castebon, mientras Juan aportaba Las Landas, Condado de Gaure, País de Albret, varios del Perigord, Lomousin y Bordelesado. Extensos eran los territorios de la corona de Navarra y diversos en usos, leyes, costumbres y lenguaje.
Gente animosa correteaba por las callejas, en plan pasacalles, entonando el siguiente estribillo:Labrit eta errege / Aita seme didazet / Condestable Jauna / arbizate anaye. Advertían a los nuevos reyes que debían buscar alguna complicidad con el condestable, porque si no, eso sería su ruina. Como lo fue.
Pese al festival de la coronación, las facciones mantuvieron las espadas en alto. El pueblo llano se demarcaba por la facción agramontesa, que cuidó la reina Catalina. Juan concedió más audiencia a los beaumonteses, en un intento de ambos por armonizar los enfrentamientos. Pero fueron los beaumonteses los protagonistas de la violencia que asolaba las tierras del sur del reino, bajo las órdenes del bandolero Lerín, obediente, a su manera, a los mandatos de Fernando de Aragón. Procurando la guerra civil, desestabilizaron el reino, lo arruinaron y lo perdieron.
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